Oscar Romero fue nombrado arzobispo de San Salvador en 1977. Al momento de su nombramiento, se le conocía como un hombre callado y dedicado a los libros, era el tipo de hombre del que nadie esperaba que levantara el polvo a su paso. Aun así, Oscar Romero también era un hombre que creía en la justicia de Dios. Cuando el padre Rutilio Grande, S. J., íntimo amigo y colaborador cercano, fue asesinado por defender a los pobres, un gran cambio comenzó a gestarse dentro de él. Romero fue personalmente a ver el cuerpo tendido de su amigo, junto con el de un campesino, y un niño que le acompañaba. Los ojos de los pobres se clavaron en él, preguntándole si los defendería. A partir de ese momento, su vida misma fue la respuesta que les dio a los pobres: “Veré por ustedes y estaré de su lado -del lado de la justicia”.
A todas luces, Romero pagó un precio altísimo por su respuesta. Cuando comenzó a hablar públicamente a favor de los oprimidos (y por lo tanto, en contra de los ricos, los poderosos, y los terratenientes), ya no fue igualmente aceptado por sus hermanos obispos. Se le empujó hasta ser el centro de la atención en medio de un conflicto tan grande como lo es una guerra civil. Su persona fue amenazada, despreciada, y se le culpó de la violencia que imperaba El Salvador.
En una larga homilía que se escuchaba por todo el país, desafió abiertamente al ejército salvadoreño: “Hermanos, ustedes son del mismo pueblo; matan a sus propios hermanos... ningún soldado está obligado a obedecer una ley contraria a la ley de Dios”. Fue asesinado al siguiente día, mientras celebraba Misa en la capilla del hospital en que vivía.
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